Vivimos en una época en la que la información está más disponible que nunca en la historia de la humanidad, pero paradójicamente también es una época en la que la desinformación reina y las opiniones infundadas se multiplican con la facilidad de un virus. El acceso a herramientas de búsqueda y la facilidad para conectarse a fuentes de información han creado la ilusión de un mundo más informado y consciente; sin embargo, la realidad es que muchas personas se limitan a consumir titulares, frases sacadas de contexto o información de dudosa procedencia, lo que refuerza prejuicios en lugar de disolverlos.
En el ámbito social, esta situación ha generado un fenómeno preocupante: cada vez más personas emiten juicios sobre problemas de gran complejidad —como el cambio climático, la sustentabilidad o la diversidad cultural— desde posturas no solo ignorantes, sino orgullosamente impermeables a la reflexión y a la autocrítica. Esta falta de compromiso con la búsqueda honesta del conocimiento no solo afecta la calidad del debate público, sino que también obstaculiza la construcción colectiva de soluciones a los problemas sociales más urgentes. En lugar de buscar puntos de encuentro y construir consensos racionales, la desinformación alienta la polarización y promueve una cultura del ataque personal en lugar del intercambio de argumentos.
La desinformación como obstáculo social
Los problemas sociales, por su naturaleza, requieren ser comprendidos en su complejidad antes de emitir juicios sobre ellos. No es suficiente con tener una postura emocional o una intuición sobre lo que es "justo" o "verdadero"; es necesario contar con datos, analizar contextos y evaluar argumentos. Sin embargo, en nuestra época se ha vuelto común que muchos individuos se posicionan políticamente, moralmente e incluso científicamente sobre temas que desconocen, amparados únicamente en opiniones ajenas reproducidas en redes sociales o en fuentes dudosas. Este fenómeno ha permitido que la mentira se normalice, que el rumor adquiera la misma legitimidad que la evidencia, y que los debates se conviertan en campos de batalla virtuales donde la verdad es irrelevante.
Lo grave no es solo que opinen sin saber, sino que han desarrollado un tipo de comportamiento sectario, en el que cualquier cuestionamiento a sus ideas es percibido como una amenaza personal. Esto bloquea cualquier posibilidad de diálogo o aprendizaje, y convierte las discusiones en intercambios estériles, donde cada participante sólo busca reafirmar sus creencias, sin importar cuán infundadas o contradictorias sean.
Palabras como "woke", por ejemplo, han pasado de ser términos con un significado sociológico y político concreto, a convertirse en simples armas retóricas para desacreditar al oponente, sin que quien las usa se tome siquiera la molestia de investigar o comprender lo que significan. Lo mismo ocurre con términos como "progre", "feminazi", "ideología de género" o "globorrego". Son palabras que han sido vaciadas de contenido y puestas al servicio de la desinformación, utilizadas para cerrar debates antes de que puedan siquiera comenzar. La repetición mecánica de estas etiquetas ha sustituido el análisis crítico y ha simplificado debates complejos en una serie de insultos prefabricados.
Esta situación no es casual. La velocidad con la que circula la información en el mundo digital favorece la superficialidad, y la falta de habilidades de pensamiento crítico hace que las personas no distingan entre una opinión y un argumento, entre un dato comprobable y una suposición. En este escenario, la lógica —entendida como herramienta para estructurar el pensamiento de manera ordenada y coherente— se vuelve no sólo útil, sino urgente. Sin la capacidad de distinguir lo verdadero de lo falso, la sociedad queda indefensa ante la manipulación.
El pensamiento crítico como resistencia
Cuando se estudian problemas sociales como el cambio climático, la sustentabilidad o la diversidad cultural, uno de los primeros pasos es distinguir qué tipo de problema es y qué tipo de argumentos lo sustentan. Esto no es un ejercicio de erudición, sino una necesidad práctica: no es lo mismo hablar de cómo la deforestación impacta en el calentamiento global (un problema científico con datos verificables) que discutir cómo el acceso desigual a recursos naturales profundiza la pobreza (un problema social que requiere tanto datos como análisis ético y político). De igual manera, distinguir entre opiniones y argumentos permite enfocar la conversación en soluciones y no en ataques personales o trivialidades.
Sin embargo, la opinión pública suele mezclar ambos niveles. Hay quienes niegan la existencia del cambio climático no porque tengan evidencia en contra, sino porque ideológicamente les conviene rechazar cualquier discurso que pueda cuestionar su estilo de vida o su visión del mundo. Lo mismo ocurre con temas como la diversidad cultural: muchas personas rechazan propuestas de inclusión o respeto a minorías culturales no porque hayan analizado el tema, sino porque les resulta más cómodo adherirse a eslóganes o discursos que les ofrecen explicaciones simplistas y respuestas emocionales.
El problema no es solo la ignorancia, sino la resistencia activa al aprendizaje. Vivimos en tiempos donde reconocer que uno no sabe se ha vuelto un tabú, y donde admitir que uno ha cambiado de opinión es percibido como una debilidad, en lugar de una muestra de madurez intelectual. Esta actitud ha empobrecido la conversación pública y ha fortalecido la intolerancia.
La ignorancia como identidad política
Este fenómeno ha dado lugar a un perfil social específico: el del "opinólogo orgulloso". Estas personas no buscan aprender, sino reafirmar sus creencias, y para ello construyen burbujas informativas donde solo circulan datos y narrativas que alimentan sus prejuicios. Las redes sociales han amplificado este comportamiento, creando entornos donde es más importante "ganar" una discusión que comprenderla, y donde la validación grupal pesa más que la coherencia lógica o la veracidad de las fuentes. La búsqueda de pertenencia y aceptación en estos grupos es, muchas veces, más fuerte que el deseo de acercarse a la verdad.
En muchos casos, esta dinámica adopta características casi sectarias: quienes no comparten la visión del grupo son inmediatamente etiquetados como enemigos, traidores o "lavados del cerebro". La conversación pública se transforma así en una serie de monólogos enfrentados, donde nadie escucha y todos repiten consignas. Esta clausura del pensamiento convierte el debate en una guerra de trincheras, donde se lucha por imponer una visión del mundo, no por entenderla.
Este comportamiento no solo es dañino para la calidad del debate social, sino que también atenta contra la posibilidad de encontrar soluciones reales a los problemas que nos afectan como sociedad. En lugar de buscar información, contrastar fuentes y construir argumentos sólidos, las personas se conforman con repetir frases vacías y ridiculizar a quienes piensan distinto. Este fenómeno deteriora la calidad de la democracia, fomenta la intolerancia y refuerza la desigualdad, al impedir que temas importantes sean debatidos de manera honesta y rigurosa.
La misma herida en la ciencia
Aunque este ensayo pone el énfasis en el ámbito social, es imposible ignorar que este mismo patrón se replica en temas científicos. La desinformación sobre vacunas, la negación del cambio climático o la resistencia a las políticas de sustentabilidad suelen estar alimentadas por una mezcla de ignorancia y sectarismo. La lógica, que podría ser la herramienta que nos ayude a navegar la complejidad de estos temas, es reemplazada por emociones, dogmas y prejuicios. Esta sustitución del razonamiento por la emoción convierte las discusiones sobre ciencia en campos de batalla ideológicos, donde los datos y las pruebas empíricas pierden peso frente a las creencias personales.
El pensamiento crítico, la disposición al diálogo razonado y la humildad intelectual son más necesarios que nunca, tanto en la ciencia como en la vida social. No basta con tener acceso a la información: es necesario saber interpretarla, someterla a evaluación y estar dispuesto a cambiar de opinión cuando las evidencias lo requieren. Solo así podremos enfrentar los problemas sociales y científicos con la seriedad que merecen.
Conclusión
La desinformación, la ignorancia deliberada y el uso superficial de conceptos han deformado el debate público y han debilitado nuestra capacidad colectiva para enfrentar los problemas sociales y científicos de nuestro tiempo. El cambio climático, la sustentabilidad y la diversidad cultural son desafíos reales que exigen argumentos sólidos, no consignas vacías ni etiquetas simplificadoras.
Frente a esto, el estudio de la lógica y el desarrollo del pensamiento crítico no son un lujo académico, sino una necesidad ética y política. Es urgente recuperar el valor del argumento bien construido, de la conversación honesta y del reconocimiento humilde de nuestras propias limitaciones. Solo así podremos aspirar a una sociedad menos vulnerable a la manipulación y más capaz de construir soluciones justas y sostenibles. Y solo en ese marco será posible recuperar la esperanza en el diálogo, la cooperación y la construcción colectiva del conocimiento.