- Introducción
La naturaleza humana se caracteriza por su constante evolución(no únicamente en lo biológico), tanto a nivel individual como colectivo. Esta capacidad para adaptarse y transformarse frente a nuevos entornos y desafíos no solo define nuestra supervivencia, sino que también se manifiesta en la cultura, que es un espejo de nuestras facultades cambiantes. A lo largo de la historia, nuestras formas de pensar, crear y organizarnos han sido el reflejo directo de esta transformación. Al analizar cómo la cultura cambia a la par de nuestra propia evolución, podemos entender mejor que el cambio no es solo una adaptación circunstancial, sino una parte inherente a lo que somos como especie.
Pese a que nuestra naturaleza ha mostrado tener un constante cambio y progresión a lo largo de la historia, es nuestra facultad cambiante como humanos la que hace evolucionar a nuestra cultura, manifestándose en múltiples aspectos de nuestra vida. Factores como la política, la tecnología, la filosofía y el arte son ejemplos de cómo nuestra naturaleza evolutiva se proyecta en diferentes ámbitos. Cada uno de estos elementos está interconectado, mostrando cómo nuestras ideas, valores y formas de organización responden y, al mismo tiempo, impulsan ese ciclo de cambio continuo que nos define como humanidad.
Por ahora, el tema que nos concierne es el arte, y como una de las expresiones más puras de la cultura, ha sido siempre un testigo y catalizador de estos cambios. A través de las diferentes épocas, ha reflejado nuestras luchas internas, nuestras aspiraciones y nuestra forma de percibir el mundo. Cada movimiento artístico, desde el Renacimiento hasta el modernismo y más allá, surge en respuesta a transformaciones sociales, políticas y filosóficas, encapsulando nuestra capacidad de cuestionar y reinventar nuestro entendimiento del mundo. El arte no solo se adapta al cambio, sino que lo impulsa, ofreciendo nuevas maneras de entender la realidad y de expresar la naturaleza cambiante del ser humano. Así, el arte y la evolución cultural están intrínsecamente conectados, ambos alimentándose de esa misma esencia de transformación que define nuestra humanidad.
El arte -como ya se ha mencionado- cambia a la misma velocidad que el mundo va cambiando, y el hecho de que este sea una forma de expresión de la multiplicidad de formas que hay ver el mundo, lo ata a constantes discursos políticos, y no es para menos, la cultura y la política están profundamente interrelacionadas, ya que ambas reflejan y modelan la forma en que las sociedades entienden su identidad, sus valores y sus estructuras de poder. La política es el mecanismo mediante el cual se organizan las reglas y decisiones que guían a una comunidad, mientras que la cultura es el conjunto de creencias, prácticas y normas que esa comunidad comparte. A medida que cambian las dinámicas culturales -ya sea en términos de ideologías, costumbres o movimientos sociales-, la política se ve influenciada y transformada para responder a esas nuevas realidades. Al mismo tiempo, las decisiones y estructuras políticas afectan la manera en que la cultura evoluciona, ya que influyen en las libertades, derechos y modos de vida de la población. Esta interacción constante entre cultura y política crea un ciclo en el que ambos aspectos se moldean mutuamente, dando forma a la sociedad en su conjunto.
¿El arte es algo político?, con todo lo dicho anteriormente, no hay forma de rechazar que, si la política camina de la mano con la cultura, y a su vez, la cultura moldea el arte, entonces debe de existir una estrecha relación entre el arte y lo político. Aunque las intenciones del actual escrito no es demostrar que toda forma de arte es política, o siquiera dar una definición más amplia de "Política", sí tiene como proposito mostrar como varias formas de discurso político son artísticas, y no solo eso, sino que también podemos catalogarlas como sacras. Para esto, usaré como principal referencia la obra de Mircea Eliade “Lo Sagrado y Lo Profano” como un vínculo entre lo político, lo artístico y lo sacro.
- Desarrollo
Pt 1: Eliade y “Lo Sagrado y Lo Profano”.
Mircea Eliade (1907-1957) fue un destacado filósofo, historiador de las religiones y novelista rumano, conocido principalmente por sus aportaciones al estudio de las religiones comparadas y la historia de las creencias religiosas. Nació en Bucarest, Rumanía, y desarrolló un profundo interés por el misticismo y las tradiciones religiosas desde temprana edad. Tras obtener su doctorado en Filosofía en la Universidad de Bucarest, viajó a la India, donde estudió sánscrito y filosofía hindú, lo que influyó de manera significativa en su pensamiento.
Eliade es mejor conocido por su concepto de lo sagrado y lo profano, y por su teoría del eterno retorno, en la que describe cómo las sociedades tradicionales vuelven continuamente a un tiempo mítico para regenerarse espiritualmente. Es autor de varias obras fundamentales, como El mito del eterno retorno (1949) y Lo sagrado y lo profano (1957), textos que exploran las formas en que las culturas humanas han estructurado sus experiencias religiosas a lo largo de la historia, del cuál, este segundo libro nos servirá como principal referente para el actual escrito.
Como ya se mencionó, "Lo sagrado y lo profano" es una de las obras más influyentes de Mircea Eliade. En este libro, Eliade examina la naturaleza de lo sagrado en las religiones y cómo esta dimensión se manifiesta en la vida humana. Eliade argumenta que las sociedades tradicionales o religiosas distinguen entre el espacio y el tiempo sagrados, que se consideran especiales y fuera del tiempo ordinario, y los espacios y tiempos profanos, que son los de la vida cotidiana. Para el ser humano religioso, lo sagrado es una manifestación de lo divino, mientras que lo profano está ligado a lo ordinario y mundano. En el texto, Eliade analiza cómo el hombre religioso organiza su vida en torno a experiencias y símbolos sagrados, como los mitos, los rituales y los templos, mientras que el hombre moderno tiende a vivir en un mundo desacralizado, en el que lo profano predomina.
Pt2: El arte como expresión de lo sagrado.
Eliade sostiene que en las sociedades tradicionales, el arte no era sólo estético, sino una manifestación directa de lo sagrado. En culturas religiosas, el arte se utilizaba para expresar y representar lo divino a través de íconos, símbolos y mitos. Pinturas, esculturas o arquitectura religiosa, como las catedrales góticas o las imágenes de dioses en las culturas antiguas, eran una forma de establecer un puente entre lo terrenal y lo trascendental, algo que Eliade llama hierofanía, explicada en su libro “Lo sagrado y lo profano” de la siguiente forma:
“El hombre entra en conocimiento de lo sagrado porque se manifiesta, porque se muestra como algo diferente por completo de lo profano. Para denominar el acto de esa manifestación de lo sagrado hemos propuesto el término de hierofanía, que es cómodo, puesto que no implica ninguna precisión suplementaria: no expresa más que lo que está implícito en su contenido etimológico, es decir, que algo sagrado se nos muestra”
(Eliade M. “Lo sagrado y lo profano”, pp 10)
Las obras de arte religioso, como las representaciones de dioses, santos o escenas bíblicas en el arte cristiano, pueden verse como reflejos del intento de plasmar lo sagrado en lo material, conectando la experiencia humana con lo divino. Este tipo de arte no es solo estético, sino una forma de experiencia religiosa.
¿Qué es la “experiencia religiosa"?. Según Eliade, es cualquier manifestación cultural, simbólica o ritual que permite al ser humano religioso relacionarse con lo sagrado. En su obra, Eliade desarrolla la idea de que las religiones, a lo largo de la historia y en diversas culturas, han desarrollado múltiples formas a través de las cuales lo sagrado se manifiesta en el mundo profano. Estas formas permiten a los individuos conectarse con lo divino, trascender su realidad cotidiana y reencontrarse con el cosmos sagrado; hay múltiples formas de vivir dicha conexión con lo divino, estas pueden ser: El mito, el ritual, el símbolo, el espacio, la oración, el sacrificio y la iniciación. Cada uno de estos elementos es clave para el tema, pues nos ayudan a comprender de mejor manera cómo se estructura la cultura en torno a la religión y su vínculo con el arte.
Eliade sostiene que el arte tiene la capacidad de transformar lo profano en sagrado. Esto se logra mediante la creación de símbolos y mitos que reflejan una realidad superior. Por ejemplo, las pinturas rupestres de las sociedades primitivas no eran meramente decorativas, sino que representaban una conexión con lo divino y lo sobrenatural. Estas obras de arte eran vistas como una forma de comunicación con los dioses y los espíritus, y su creación estaba envuelta en rituales sagrados. En sus estudios, Eliade también destaca la importancia del espacio sagrado, lugares donde lo divino se manifiesta de manera especial. Estos espacios, como templos, iglesias y santuarios, están a menudo adornados con obras de arte que no solo embellecen el lugar, sino que también sirven para intensificar la experiencia de lo sagrado. Las esculturas, pinturas y arquitecturas de estos lugares están diseñadas para evocar una sensación de lo trascendente y para guiar al observador hacia una experiencia espiritual. Esto lo enuncia Eliade cuando nos dice:
“ Una piedra sagrada sigue siendo una piedra; aparentemente (con más exactitud: desde un punto de vista profano) nada la distingue de las demás piedras. Para quienes aquella piedra se revela como sagrada, su realidad inmediata se transmuta, por el contrario, en realidad sobrenatural. En otros términos: para aquellos que tienen una experiencia religiosa, la naturaleza en su totalidad es susceptible de revelarse como sacralidad cósmica. El Cosmos en su totalidad puede convertirse en una hierofanía”
(Eliade M. “Lo sagrado y lo profano”, pp 10-11)
Pt3: La marcha como movimiento político.
El título de este ensayo es “<La Marcha> una forma abstracta de arte sacro”, y para poder desarrollar este tema, he de introducir a qué nos referimos por “marcha”, y es que este es un concepto demasiado amplio, que tienen una inmensa cultura a su alrededor, por lo que, para poder continuar, es imprescindible abordar de manera detallada la cultura de la marcha.
Cuando hablamos de marchas o protestas, nos referimos a manifestaciones colectivas en las que un grupo de personas se reúne con el fin de expresar su descontento, reivindicar derechos o hacer visible una causa social, política o económica. Estas manifestaciones no solo buscan captar la atención pública, sino también ejercer presión sobre autoridades e instituciones para provocar un cambio en la sociedad. A lo largo de la historia, las marchas han sido herramientas esenciales en la lucha por la justicia, los derechos humanos y la igualdad, convirtiéndose en escenarios en los que los participantes buscan transformar el orden social. De manera un tanto deliberada, pero aprovechandome de la autoría que tengo sobre el actual escrito, me gustaría compartir una reflexión que nos deja Hannah Arendt, donde nos habla de esta importancia de la comunión social en el mundo como algo intrínseco a nuestra naturaleza política, cuando en su libro “La condición humana” nos expresa:
"La política se ocupa de la pluralidad de los hombres. El hecho de que los hombres vivan en la tierra y habiten el mundo, y no simplemente que los hombres, tal como otros seres vivos, existan y vivan entre otros miembros de su especie, corresponde a la vida política. La acción, única entre las actividades humanas que requiere la presencia de otros, se ocupa por
entero del hecho de la pluralidad, de que no un hombre, sino los hombres, habitan la Tierra." (Hannah Arendt, La condición humana. pp 22)
Esta reflexión de Arendt pone de relieve cómo las marchas y manifestaciones trascienden la simple protesta individual para convertirse en acciones colectivas significativas, donde el poder radica en la presencia conjunta de los participantes
Una de las características más importantes de las marchas es la motivación o causa que las origina. Toda marcha surge de un sentido compartido de indignación o esperanza ante una situación percibida como crítica. Esta motivación común, que puede ir desde la defensa de derechos hasta la el desacuerdo a las injusticias, o la conmemoración de eventos históricos, uniendo a los participantes en una causa mayor. La marcha no es solo una forma de acción política; es también un acto de comunión entre los participantes, quienes se sienten parte de algo más grande que ellos mismos. De esta manera, las marchas tienen un efecto simbólico que va más allá de la manifestación física: son un espacio de creación de comunidad, donde la identidad colectiva es fortalecida por la acción compartida y el objetivo común.
El simbolismo juega un papel crucial en las marchas, donde se emplean símbolos visuales como pancartas, banderas, eslóganes y vestimentas que transmiten poderosos mensajes. Estos elementos no son solo expresiones artísticas, sino vehículos de significado que conectan la causa de la protesta con las emociones de los participantes. El uso de ciertos colores, frases e imágenes icónicas evoca luchas pasadas, reforzando el sentimiento de pertenencia a una historia colectiva de resistencia. Por ejemplo, en las marchas feministas, el uso del color morado y el puño levantado no solo representan un rechazo al patriarcado, sino también una conexión con movimientos anteriores que compartían los mismos valores.
Además de los símbolos visuales, el aspecto sonoro de las marchas es fundamental para su impacto emocional. Los cánticos, eslóganes y consignas coreadas en una marcha no solo tienen la función de comunicar un mensaje, sino que también sirven para unificar a los manifestantes y crear un ambiente de cohesión. Estos cánticos a menudo condensan el mensaje de la protesta en frases breves, cargadas de significados profundos que son fácilmente repetibles tanto dentro como fuera del contexto de la marcha.
El espacio público, escenario de la marcha, también adquiere un nuevo significado durante la protesta. Las marchas reconfiguran los espacios cotidianos (como plazas, calles o avenidas), haciéndolos sujetos de iconoclasia y transformándolos en territorios simbólicos donde los manifestantes reclaman su derecho a ser escuchados. Por ejemplo, cuando una marcha atraviesa una avenida histórica o llega hasta un monumento simbólico, ese trayecto adquiere un peso cultural que amplifica el mensaje de la protesta.
La teatralidad y el performance también son aspectos presentes en muchas marchas. No es raro que los manifestantes utilicen representaciones simbólicas o acciones performativas como una forma de amplificar su mensaje. Estas performances, que a veces incluyen coreografías o actos simbólicos como encadenarse a monumentos, funcionan como un arte visual y escénico que busca captar la atención tanto de los medios como del público. Estas acciones tienen una fuerte carga emocional y visual, evocando imágenes poderosas que refuerzan la idea de que la marcha no solo es una forma de resistencia, sino también una manifestación artística de lucha social.
Otro aspecto clave de las marchas es el manejo del tiempo. Las protestas suelen realizarse en fechas significativas o momentos clave del calendario, como el Día Internacional de la Mujer o el Día del Trabajador. Estas fechas no son elegidas al azar; tienen un valor simbólico que conecta el acto de la marcha con una historia más amplia de resistencia y lucha por los derechos. Este fenómeno temporal de revivir la temporalidad de lo conmemorado Eliade lo nombra “Tiempo Sagrado”, y en sus palabras, tiene las siguientes características:
“El Tiempo sagrado es por su propia naturaleza reversible, en el sentido de qué es, propiamente hablando, un tiempo mítico primordial hecho presente. Toda fiesta religiosa, todo Tiempo litúrgico, consiste en la reactualización de un acontecimiento sagrado que tuvo lugar en un pasado mítico, «al comienzo». Participar religiosamente en una fiesta implica el salir de la duración temporal «ordinaria» para reintegrar el Tiempo mítico reactualizado por la fiesta misma. El Tiempo sagrado es, por consiguiente, indefinidamente recuperable, indefinidamente repetible.
(Eliade M. “Lo sagrado y lo profano”, pp 43)
Finalmente, el componente emocional de las marchas es quizás el más importante. Las emociones que se viven en una protesta, como la indignación, la esperanza o la solidaridad, crean una experiencia profunda y transformadora para los participantes. Para muchos, marchar no es solo un acto político, sino también una experiencia suprapersonal, ya que sienten que están conectados con una causa mayor que sus vidas individuales.
Pt4: La sacro protesta.
A raíz de lo anteriormente explicado, podemos apreciar como las marchas pueden ser vistas como una forma de expresión colectiva que tiene una particular significación hacia aquellos que protestan, esta significación en términos es bastante similar a la definición de sacralidad que nos da Eliade. Para abordar de manera más contundente la comparación entre las marchas y el arte sacro, podemos estructurar la relación entre ambos fenómenos enfatizando cómo ambos representan, en sus respectivas esferas, una ruptura con lo cotidiano y una conexión con lo trascendental.
Al considerar las marchas sociales como una forma de arte, se pueden identificar varios puntos de convergencia con lo que Eliade describe como lo sagrado y sus manifestaciones en el arte religioso. Una de las características centrales de lo sacro, según Eliade, es su capacidad de irrumpir en el mundo profano, transformando los espacios ordinarios en lugares cargados de significados simbólicos. En las marchas, el espacio público -normalmente destinado a actividades cotidianas- es tomado por los manifestantes y convertido en un escenario de acción simbólica. Al igual que los ritos religiosos transforman un templo o un altar en un lugar donde lo sagrado se manifiesta, las marchas crean un "espacio ritual" temporal donde las demandas y la lucha social adquieren un carácter casi trascendental.
La marcha, en este sentido, puede ser entendida como un acto que desafía la separación entre lo profano y lo sagrado. La marcha no sólo comunica una demanda política, sino que también se convierte en una manifestación simbólica de un ideal mayor. La manera en que los manifestantes utilizan símbolos, colores, cánticos y gestos colectivos para expresar su causa se asemeja al modo en que las liturgias religiosas emplean imágenes, oraciones y rituales para establecer un puente entre lo humano y lo divino, lo esperanzador. Los símbolos que los manifestantes portan, como banderas, estandartes o pancartas, funcionan como objetos que condensan un significado profundo, tal como lo hacen las reliquias o íconos en las tradiciones religiosas.
Eliade también resalta la importancia de la hierofanía, el momento en el que lo sagrado se revela en el mundo. En las marchas, hay momentos clave en los que la emoción colectiva se manifiesta de manera intensa, creando un sentido de presencia y revelación similar al de la hierofanía religiosa. En estas instancias, los manifestantes experimentan una conexión profunda no sólo entre sí, sino con la causa que los convoca. Se sienten parte de algo más grande que sus propias vidas, como si estuvieran vinculados a una justicia superior o a un orden moral trascendente. Este sentido de comunión y de estar participando en un momento significativo que trasciende lo cotidiano puede compararse con la experiencia de lo sagrado en el arte religioso, donde la creación de un espacio sacro y una comunidad devota permiten la conexión con algo más allá de la razón. Este instinto de marchar lo podemos comparar análogamente con lo que nos comenta Alaide cuando menciona lo siguiente:
El deseo del hombre religioso de vivir en lo sagrado equivale, de hecho, a su afán de situarse en la realidad objetiva, de no dejarse paralizar por la realidad sin fin de las experiencias puramente subjetivas, de vivir en un mundo real y eficiente y no en una ilusión. Tal comportamiento se verifica en todos los planos de su existencia, pero se evidencia sobre todo en el deseo del hombre religioso de moverse en un mundo santificado, es decir, en un espacio sagrado. (Eliade M. “Lo sagrado y lo profano”, pp 19)
La marcha, entonces, no solo es una expresión de protesta, sino una manera de reconfigurar la realidad social, acercando a la sociedad hacia un ideal de justicia y equidad. Tal como el hombre religioso busca vivir en lo sagrado para estar en una realidad verdadera y objetiva, los manifestantes buscan cambiar el orden social para acercarlo a una realidad que consideren más justa y auténtica. Ambas experiencias tienen como base un deseo de transformación y de conexión con un orden superior y más trascendente, ya sea de naturaleza espiritual o social.
La marcha también posee un itinerario, una trayectoria física que, al igual que en los ritos religiosos, tiene un sentido simbólico. El recorrido de la marcha, desde su punto de inicio hasta su culminación en un lugar simbólicamente importante (como una plaza pública, un edificio gubernamental o un monumento), es comparable a las procesiones religiosas. Estas procesiones, al igual que las marchas, transforman el espacio que atraviesan, dotándolo de un significado que va más allá de su uso ordinario. Cada paso que los manifestantes dan en su camino hacia el destino final es una forma de consagrar el espacio público, reclamando un territorio no solo físico, sino también simbólico.
El arte sacro, además, busca transmitir un sentido de lo inefable, lo inalcanzable, a través de sus representaciones. De forma similar, las marchas no solo buscan una respuesta política, sino que también evocan emociones y sentimientos que van más allá de lo puramente racional. La solidaridad, la indignación y la esperanza que se viven en una marcha crean un paisaje emocional colectivo que, en su esencia, es comparable a las emociones religiosas. Esta dimensión emocional de las marchas, que se vive en momentos de éxtasis o comunión colectiva, recuerda las experiencias místicas que Eliade describe en las prácticas religiosas.
En última instancia, tanto las marchas como el arte sacro se estructuran en torno a la creación de un espacio simbólico que permite a los participantes conectarse con una realidad trascendente. Así como el arte sacro busca manifestar lo divino en imágenes y objetos que canalizan lo sagrado, las marchas emplean acciones y símbolos colectivos para expresar una lucha que trasciende la dimensión personal, alcanzando un sentido de justicia o verdad compartida por la comunidad. En este sentido, las marchas pueden ser vistas como una forma contemporánea de ritual colectivo, donde los participantes, mediante su acción conjunta, buscan no solo cambiar la realidad inmediata, sino también transformar el significado de los espacios y las experiencias humanas en algo más profundo y trascendental.
Un ejemplo que podría reforzar la conexión entre las marchas y las prácticas sacras es la “sacralización del espacio histórico” a través de eventos de protesta, en esta ocasión poniendo sobre la mesa a la Plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco. Aunque no es un sitio destinado a lo religioso, la plaza ha adquirido un carácter casi sagrado en la memoria colectiva debido a los trágicos acontecimientos del 2 de octubre de 1968, cuando ocurrió la masacre de estudiantes durante una manifestación. Este sitio, cargado de un profundo simbolismo histórico, ha sido transformado en un lugar de reverencia y respeto por parte de quienes participan en movimientos de protesta en México, similar al ejemplo que nos da Eliade cuando nos habla de la homogeneidad de los espacios sacros:
“Para el hombre religioso el espacio no es homogéneo; presenta roturas, escisiones: hay porciones de espacio cualitativamente diferentes de las otras: «No te acerques aquí —dice el Señor a Moisés—, quítate el calzado de tus pies; pues el lugar donde te encuentras es una tierra santa» (Éxodo, III, 5). Hay, pues, un espacio sagrado y, por consiguiente, «fuerte», significativo, y hay otros espacios no consagrados y, por consiguiente, sin estructura ni consistencia; en una palabra: amorfos” (Eliade, Lo sagrado y lo Profano. pp 15)
Lo que hace de Tlatelolco un ejemplo relevante es cómo este espacio, que en términos de Eliade sería inicialmente profano, se ha consagrado simbólicamente a través de la memoria histórica y las constantes rememoraciones colectivas de los hechos. Los actos de protesta que tienen lugar allí no solo evocan un sentido de lucha por la justicia, sino que también permiten una conexión con el pasado, donde los manifestantes actuales se ven a sí mismos como parte de una larga tradición de resistencia. Al igual que los peregrinos que visitan lugares sagrados en busca de conexión con lo divino, los manifestantes que acuden a Tlatelolco lo hacen buscando una comunión con las luchas del pasado, reviviendo el sacrificio de quienes los precedieron.
Este fenómeno no es exclusivo de Tlatelolco; otros lugares de protesta, como la Plaza de Mayo en Argentina o la Plaza Tiananmen en China, también han adquirido un aura casi sagrada a lo largo del tiempo debido a los eventos históricos que han tenido lugar allí. Estos espacios, aunque no religiosos en un sentido tradicional, se han convertido en sitios de peregrinación política y social, donde los participantes sienten que están conectados a una lucha mayor. Esta transformación de espacios profanos en lugares simbólicamente cargados puede considerarse una forma de hierofanía social, donde el poder de la memoria colectiva y el sacrificio pasado se manifiestan en la actualidad.
Así, la marcha no solo tiene la capacidad de transformar momentáneamente el espacio público en un lugar cargado de significado, sino que en algunos casos, los lugares donde suceden eventos críticos pueden adquirir una dimensión cuasi sagrada de manera permanente. En estos espacios, los manifestantes no solo se expresan políticamente, sino que también llevan a cabo actos de remembranza y reverencia, dándole a la protesta una dimensión espiritual similar a la de los rituales religiosos, donde se conecta el presente con el pasado en un contexto de sacrificio y esperanza.
En las religiones, los rituales colectivos no solo permiten una conexión con lo divino, sino que también crean un fuerte sentido de comunidad entre los participantes. En una marcha, ocurre algo similar: las emociones compartidas —como la indignación, la esperanza o la solidaridad— generan un vínculo profundo entre los manifestantes. Este sentimiento de pertenencia a una comunidad con una causa compartida otorga a la protesta una dimensión emocional intensa, que trasciende la simple acción política para convertirse en una experiencia transformadora y casi mística.
Esta dimensión de la marcha puede ser comparada con los momentos de éxtasis o comunión espiritual que Eliade asocia con las experiencias religiosas, donde los individuos experimentan una transformación interior que los conecta con algo más grande que ellos mismos. Para muchos manifestantes, la marcha no es solo una acción política, sino una experiencia emocional profunda que los reafirma en su lucha y les da un sentido de propósito. Este sentido de trascendencia personal y colectiva puede ser equiparado a las experiencias de lo sagrado que Eliade describe, donde la comunión espiritual en un rito religioso une a los fieles en una misma causa divina.
Este ejemplo de Tlatelolco ilustra cómo la marcha puede funcionar no solo como una protesta política, sino también como un rito conmemorativo que, al igual que los ritos religiosos, permite a los participantes experimentar un sentido de comunión con un pasado significativo y con la lucha continua por la justicia. Así, la marcha no sólo irrumpe en lo cotidiano, sino que además deja una huella en el espacio y la memoria colectiva, transformando para siempre el significado de ciertos lugares.
- Conclusión
Finalmente, y para concluir, me gustaría aclarar que la comparación entre las marchas sociales y las prácticas sacras que hemos explorado en este ensayo no tiene como objetivo equiparar a los manifestantes con los creyentes religiosos ni colocar ambos fenómenos en el mismo nivel ontológico. Más bien, busca expandir el concepto de hierofanía desarrollado por Mircea Eliade, mostrando cómo ciertos actos humanos, incluso aquellos no religiosos en sentido estricto, pueden generar experiencias colectivas de significado profundo. Así como las hierofanías revelan lo sagrado a través de la manifestación de lo divino en lo cotidiano, las marchas sociales transforman espacios profanos en lugares cargados de significado simbólico, histórico, emocional y por lo tanto artístico para sus participantes.
A lo largo de este análisis, hemos visto cómo las marchas pueden ser interpretadas como ritos performáticos, donde los individuos, al unirse en la protesta, comparten una comunión con los demás manifestantes, experimentan una transformación emocional y reafirman su pertenencia a una comunidad con una causa compartida. La sacralización simbólica de espacios como la Plaza de Tlatelolco, debido a su peso histórico y su conexión con las luchas pasadas, refuerza esta idea, mostrando cómo los espacios profanos pueden adquirir un carácter cuasi sagrado por su relevancia en la memoria colectiva.
Como sostiene Hannah Arendt, la acción colectiva en el ámbito público permite a los seres humanos trascender su individualidad y encontrar poder en la pluralidad, lo que le otorga a las marchas un significado más allá de lo meramente político. En este sentido, las marchas no solo transforman el espacio, sino que también permiten una experiencia transformadora para los individuos que participan, similar a la experiencia de comunión y trascendencia en los rituales religiosos.
Este trabajo, por tanto, busca abstraer el concepto de hierofanía hacia nuevos ámbitos de la experiencia humana, demostrando que fenómenos como las marchas sociales, aunque no religiosos en su esencia, pueden compartir características similares con los actos de consagración simbólica y las experiencias transformadoras que Eliade asocia con lo sagrado. Las protestas sociales no son meros actos de expresión política; también pueden ser interpretadas como una forma de ritual performativo colectivo en el que se consagran espacios, memorias y emociones, creando una conexión entre el pasado y el presente y entre lo individual y lo colectivo.
Finalmente, es importante reconocer que en un mundo donde lo secular y lo religioso a menudo se consideran opuestos irreconciliables, esta reflexión busca proponer un punto de encuentro simbólico. Si bien las marchas no son una forma de arte sacro en el sentido tradicional, nos invitan a reflexionar sobre el poder de la acción colectiva y el significado profundo que los seres humanos podemos otorgar a los espacios y momentos de nuestras vidas. En esa capacidad para encontrar lo trascendente en lo cotidiano, ya sea en una plaza histórica o en una calle cualquiera, podemos vislumbrar cómo lo sagrado no es algo exclusivo de la religión, sino una dimensión inherente a la experiencia humana.